Puede que ella tuviera razón. Las cosas cambian. Pero luego están esas que ya cambiaron hace algún tiempo y están aquí, contigo, mezclando el sol con la nieve y los tsunamis en un mismo trozo de pan. Y es que cuando el viento pica, te mete tierra en los ojos. Y por mucho que aminore el ritmo, la tierra estará allí hasta que la llores... Y, cuando la llores, cuando limpies tu mirada de visiones turbias, podrás contemplar el mundo. Y el mundo es así. No hay más. Hay errores, cambios... Errores con cambios, cambios sin errores y muchos errores que cambiar. El caso es que sí; los vendavales taponan los marzos, pero... hay que atreverse a llorar en abril si no quieres acabar absorbiendo la realidad frustrada que te persiga un mayo, un junio y unos junios más allá. Tenemos tiempo. Tiempo para todo eso. Para darnos cuenta de que no somos perfectos y de que esto es lo que vamos queriendo cambiar y establecer, lo que nos ayuda a entender que la fortuna no tiene por qué vestir de Chanel y que los únicos amaneceres buenos no tienen por qué ser los compartidos. Si el mundo se acabara hoy, no quiero haber cerrado los ojos, llenos de tierra, ciega de todo lo bueno que no supe ver. Si el cielo se apagara mañana, no quiero llevar un paraguas que me tape todo ese azul que no describen las palabras. Y si tú dejaras de quererme ahora, no quiero olvidarme de vivir.
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